*El arroyo del diablo.


Nuestro bote se deslizaba por una parte donde el arroyo corría entre dos enormes barrancas. Íbamos a pescar y no era por diversión. Las barrancas, de no menos de cinco metros de altura, eran oscuras y tan inclinadas como un muro, y allá arriba, en ambas orillas, un monte sombrío y espeso se asomaba hacia el agua como si fuera a desbordarse sobre nosotros en cualquier momento...

Nunca había estado en un lugar natural que fuera tan lúgubre. Mauricio iba en la proa, muy callado. Por como miraba hacia los costados y hacia arriba supongo que estaba tan impresionado como yo. Le di más duro a los remos para salir de una vez de aquel lugar. Finalmente la orilla empezó a hacerse menos inclinada y más baja hasta que las barrancas fueron sustituidas por orillas de arena con un monte más alejado.


—Este arroyo está en el c...o del mundo —comentó de pronto Mauricio.

—Está lejos de todo sí. Y que lugar más feo y lúgubre este que dejamos atrás —le dije, sin aflojarle a los remos. 

—Sí, daba como tristeza —me dijo Mauricio, y vi que miró en derredor como queriendo confirmar que esa sensación había quedado allá atrás.


Deduzco eso porque también hice lo mismo. Ahora el sol de la tarde nos daba en la cara y el agua revuelta por los remos brillaba por todos lados. Algunas garzas nos miraban pasar desde las copas de los árboles que se mecían suavemente y otros pájaros volaban por encima del monte o cantaban ocultos en él. Ahora sentía algo más familiar, la frescura de cualquier arroyo y lo primitivo de la fronda.

Habíamos llegado hasta allí desde otro arroyo más grande. Encontrarlo no fue fácil porque su desembocadura era angosta y estaba casi toda oculta por una especie de islote de árboles medio sumergidos y otras plantas más menudas. Lo encontramos porque nos habían indicado dónde hallarlo. Un veterano pescador apellidado Soto nos lo dijo al pasar en su bote cuando nosotros estábamos echando el nuestro al agua. Eso fue más o menos como a la una de la tarde. El dato era que la pesca allí era extraordinaria porque no era un lugar conocido por muchos. En una época difícil unos kilos de pescado ayudan a llegar a fin de mes, y donde fuera muy abundante hasta podríamos hacer algún dinerillo. Pero yo no me fiaba mucho de la fuente porque los pescadores no suelen compartir sus conocimientos sobre lugares buenos con cualquiera, y aunque sin dudas el lugar era poco o prácticamente nada frecuentado eso no era garantía de buena pesca. Por eso le pregunté a Mauricio:


—¿Será confiable el dato de Soto?

—Ahora tengo mis dudas, porque estas aguas no parecen muy llenas de vida que se diga. Pero quién sabe, más adelante puede mejorar.


Y mejoró. Nos adentramos en una zona con tierra negra en las orillas y aumentó el “olor a barro” característico de algunas partes de los cursos con mucho detrito (materia orgánica descompuesta). Era zona de bagres. Y en una curva vimos el puerto prometido, lo señalaba un gran sauce con el tronco en forma de horqueta. Me sentí muy aliviado porque mis brazos ya no daban más, tenía las venas muy saltadas y me quemaban los músculos. Con un último esfuerzo metí medio bote en la orilla y me levanté algo arqueado hacia atrás con las palmas de las manos en la espalda baja. Sentí algún que otro crujido. 

—Me hubieras dado los remos un rato —me dijo Mauricio mientras tiraba los bolsos a tierra.

—Estoy bien, buen ejercicio.


No era cierto, estaba molido. No había abandonado los remos porque él no se ofreció ni una vez y el bote era suyo. Éramos bien conocidos pero no amigos. Tenía que demostrarle que valía la pena salir a pescar conmigo.  Suyos también eran los aparejos, los faroles, la carpa y hasta los utensilios de cocina que llevábamos para preparar la comida. Yo solo llevaba un pequeño bolso con un abrigo y un impermeable, una linterna pequeña y un cuchillo. No tuve descanso porque tuvimos que armar la carpa y después salí a juntar leña. En el monte me pareció raro que no notara ni un rastro de presencia humana. No vi ni una rama cortada de un machetazo ni marcas en algún tronco, y la leña seca abundaba por todas partes. Cuando volví al puerto Mauricio ya había sacado carnada con su atarraya y estaba tirando las primeras líneas de mano. Dejé caer en el suelo el atado de leña que traía sobre el hombro y le comenté:

—A mí no me parece que Soto ni nadie más haya pescado aquí antes, a no ser que haga muchos años.
 
—Justamente estaba por decirte eso. Pero no puede ser casualidad, describió un puerto como este, ahí está el sauce con su horqueta.
 
—Sí, pero en la mayoría de las curvas hay puertos porque es por donde el agua desborda primero, y encontrar un sauce con una horqueta es algo muy común.
 
—Es cierto. Está por verse si hay tanto pique como dice. 

Y como para contradecir mi teoría de que Soto nos había mentido, empezó a picar un bagre tras otro. Devolvíamos al agua a los más pequeños tratando de causarles el menor daño, pero los chicos allí eran la minoría. Mientras la cantidad de bagres aumentaba el día decrecía. La noche llegó completamente oscura. Encendimos dos faroles e hicimos una fogata pequeña para preparar la comida. Hasta donde llegaba la luz era todo lo que veíamos, el resto del paisaje estaba detrás de una negrura que unificaba todo junto al silencio. Una línea se tensaba, se levantaba en el agua y era otro bagre que terminaba en la jaula que habíamos arrojado al arroyo para mantenerlos vivos. Eran peces grandes, gordos, algunos salían roncando. Cuando nos pareció que eran suficientes pasamos a la no poca tarea de eviscerarlos, filetearlos y salarlos. Mauricio había llevado un tacho de plástico grande que había acondicionado para eso. Levanté el tacho con bastante esfuerzo y se lo pasé para que le tanteara el peso. Los dos nos reímos, pero paramos de golpe al escuchar algo al mismo tiempo. Mi compañero de pesca dejó el tacho en el bote y se acercó a mí. Era un ruido que venía del monte cercano.

—Parece un caballo —me susurró Mauricio.

Sonaba como un caballo pero como yo había andado en aquel lugar no podía creerlo porque era un monte muy tupido. Quedamos escuchando. Los pasos, algo lentos pero continuos, rodearon el campamento como si nos examinara. Intenté ver algo con la linterna pero solo enfoqué ramas y troncos. Caminó hasta cerca de la orilla y después volvió a rodearnos por donde ya había pasado. Aquello era demasiado raro. Nosotros no sabíamos si era un jinete con alguna mala intención o algo peor, si aquello ni siquiera era un animal de carne y hueso. De pronto los pasos cambiaron. Con claridad se notaba que ahora avanzaba sobre dos patas, hasta sonaban más pesados. Giramos lentamente la cabeza para mirarnos. Yo veía el terror en su cara y Mauricio lo notaba en la mía. De pronto estalló, tan potente como los rugidos que emiten los leones en los zoológicos, un sonido infernal que parecía la mezcla de un relincho con una carcajada demoníaca, y era una voz tan potente que hizo eco en el monte y en las barrancas del arroyo y retumbó en nuestro interior. Aquello duró poco y cuando se detuvo fue un alivio para nuestro espíritu. Sin decir palabras, tomamos algunas cosas de pasada y abandonamos el campamento dejando algunas cosas en él.

Después el recorrido fue terrible. Mauricio iba en la proa guiándome con el farol. En la parte con barrancas, varias veces nos pareció ver, en la zona donde la luz terminaba de diluirse, unos bultos extraños que trepaban o bajaban por ellas, y más de una vez algo que era más blando que un tronco golpeó el bote desde la oscuridad del agua. Creí por momentos que no íbamos a salir nunca de allí. Cuando me resignaba pensando que íbamos a morir, golpeaban el bote con más fuerza. Pero al pensar en mi familia me decía que no podía entregarme y remaba con fuerza. Finalmente salimos de aquel maldito lugar. Mauricio también había pasado por una lucha interna, me lo dijo después.

Al salir en el arroyo grande el cielo estaba despejado y había estrellas por todo el firmamento. Apenas salimos en aquel lugar sentimos un olor a podrido impresionante, y cuando mi compañero abrió la tapa del tacho donde guardamos el pescado el olor lo hizo vomitar de tan fuerte que era. A pesar de que era carne fresca y estaba salada se había podrido. La tiramos con tacho y todo. Esa noche, de regreso a casa, dedujimos que Soto nos había enviado por maldad, no nos explicábamos por qué, a un lugar embrujado como pocos. Resultó ser algo peor, porque al otro día nos enteramos que el veterano había muerto ahogado la mañana anterior.


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